Blogia
un estudio sobre adán coprovich

existir innumerable

Existir innumerable me brota del corazón, romantizaba Rilke. Un “existir innumerable” que se puede aplicar a todo ser humano. Todo ser humano es un manojo de pulsiones y deseos, de corruptibilidad e influencias, de opiniones e ideas, de adaptaciones y dudas. Nuestro espíritu, esa ideología que rige nuestros pensamientos y actos, es incorpóreo y mudable. Nuestro espíritu es la alforja de nuestras posibilidades, que además aspiramos a multiplicar para ampliación de nuestro poder sobre lo real y para demostración de nuestra libertad. Por esto el hombre está haciéndose siempre, escapándose de su propia definición. En definitiva, incluso la realidad es una realidad inacabada, inconclusa, abierta. Una realidad “en devenir”, una realidad que se formaliza en el tiempo. La temporalidad es un proceso de elucidación de lo ideal a partir de lo real y de realización de lo ideal en lo real, o sea, una imbricación mutua de lo real y lo ideal.
Pero volvamos al hombre. También la teología ortodoxa griega interpretaba el pecado original como la ruptura de la unidad del ser humano, convertido así en una maraña de deseos contradictorios. Según el Zohar, Dios creó al hombre y le recomendó que permaneciera idéntico a sí mismo, y con ese fin le aconsejó la fidelidad al Árbol de la Vida. Pero el hombre prefirió otro árbol, aquel situado en la “región de las variaciones”.
De algún modo a esas “variaciones” les debemos la sensación de libertad, y nuestra felicidad. De hecho, también los ángeles mudan sus sentimientos y sus estados de ánimo. Se despiertan una mañana de mal humor. Deambulan a veces tristes y alicaídos. Swedenborg habló alguna vez con estos ángeles desanimados, y pudo notar cómo también los ángeles se aman a sí mismos. Tanto es así que no siempre se ven con buenos ojos, en ocasiones no se sienten tan prístinos ni tan puros; ni tan dignos, quizás, de llamarse ángeles. Y menos mal, añade Swedenborg, porque su felicidad, su sempiterno estado celestial, iría poco a poco perdiendo su valor de ser en absoluto impermeable. Podemos concebir la beatitud con espacios de tristeza, pero jamás como una incorruptible eternidad de aburrimiento.
¿No fue acusado Cristo por alegar que era un ser unitario, no escindido, puro e inocente, que atrae sobre sí el poder terrible del destino? Eugenio Trías afirma que hay una experiencia más profunda de redención: la redención de saber que todos somos culpables, que no hay nadie inocente, que toda visión es limitada y fragmentada, que nadie goza de una verdad total y absoluta. También Freud, al considerar la sociedad como un pacto de los asesinos del Padre, la Unidad, está aparejando el sentimiento de fraternidad con el complejo de culpabilidad: donde más hermanos somos unos de otros es en la complicidad mutua de sabernos culpables. Somos culpables por nuestra propia individualización, por habitar la “región de las variaciones”. Culpables por ser un ser que abarca todos los seres. Incluso un místico como Rumí, experto en hierofanías, es decir, en la plenitud o regreso del ser a su origen unitario, reconoce que la búsqueda de la identidad es rastrear el vacío por un baile de máscaras:

De estos dos mil yoes y nosotros, me pregunto ¿cuál soy yo?

Hemos comentado anteriormente el interés que Adán Coprovich tenía por su idea de obra-de-arte-total. Si su intención es hablar de sí mismo (o dicho de otra forma: hablar del Hombre como sólo puede hablar un hombre), ¿cómo no iba a ser sincero con su propia multiplicidad? Su obra, escrita desde la “región de las variaciones”, elude la estabilidad de un estilo, la defensa de una idea única, de un solo estado de ánimo o de una forma que sea formol al fluir innumerable de su corazón, como diría Rilke. Sus poemarios van adoptando una forma no preconcebida, que sorprende al mismo autor, que refleja con más fidelidad el acontecer heraclitiano de su pensamiento y de su sentir. Mudables, inestables, en las antípodas de todo dogmatismo. Por eso acoge como su propio lema délfico las palabras de John Berger: Nunca más volverá a contarse una historia como si fuera la única (1).
De hecho, la función de la obra-de-arte-total, entendida al modo de Coprovich, es precisamente recomponer los pedazos esparcidos del hombre, para dar una creación idealmente (e imposiblemente) unitaria de su identidad. La única forma de conocerse, en definitiva: conocerse en el tiempo, en la historia, porque somos seres temporales.
Por supuesto, en la multiplicidad se asume la falta de unidad, como en la elección se asumen las posibilidades desechadas. Cada poemario genera, por así decirlo, su propio mundo y, al modo de las fabulosas mónadas leibnicianas, siendo cada poema un mundo, sin embargo, son todas ellas expresión total y acabada de un “único mundo”. Pero, como digo, está sumergida la culpabilidad de la inevitable elección. Este “único mundo” no puede olvidar que hay “otros mundos”. La originaria elección del poeta es expresión de su sinceridad, de su desnudamiento personal como individuo. Pero incluso como individuo puede poseer “otros mundos” que, por el motivo que fuere, no caben en éste, no tienen cabida en un poemario concreto (que, como cualquier mundo para ser tal, tiene que tener
límites).
Defendemos nuestra individualidad pero anhelamos la unidad. Lo queremos todo. Por eso el artista, desde su personalidad más concreta, se venga (o se burla) simbólicamente de su escisión mediante el reflejo de sí en una obra-de-arte-total. Lo cual no deja de evidenciar, paradójicamente, su irreprimible sentimiento de culpabilidad, su deseo de identidad. Para J. D. Vincent todos los deseos tienen su origen en la percepción de un déficit (2). Como diría Sartre, en la “conciencia de falta”. Es una culpabilidad incontestable del hombre moderno, una de sus características más definitorias. Ese hombre moderno que nace con la Oración por la Dignidad del Hombre de Pico della Mirandola, donde es entendido como aquel que “carece de lugar”.
Me permito extenderme un poco sobre estos autores porque es conocida la gran influencia que ejercieron Della Mirandola o Trías sobre Coprovich. Así, acabaré esta entrada con un texto esclarecedor del filósofo, donde explica precisamente el cambio de mentalidad que supuso Pico della Mirandola y el Renacimiento italiano:

"Si el artista mimético era expulsado por razón de sus metamorfosis, por razón de su incapacidad para asentarse en un lugar, para adecuarse a un oficio o actividad, para definirse según un determinado patrón de identidad, ahora todas esas razones de expulsión son, para Pico, razones de incorporación. Son inclusive algo más: eso que hace del hombre el ser supremo de toda la creación. (...)
Ya que ese hombre de Pico evidencia su esencia artística: es, como hemos visto, artífice de sí mismo, es su propio hacedor y productor, es por lo mismo plasmador de un mundo al que da forma y figura; es el creador de la ciudad. Es, asimismo, omnímodo y polimorfo, no sujeto ni sometido a una sola actividad, a un solo oficio.
Ese hombre de Pico della Mirandola constituye la trascripción conceptual de una experiencia de Alma y de Ciudad que en los años del renacimiento italiano, especialmente florentino, fue hermosamente esbozada. Experiencia que dio lugar a la figura del uomo universale y singulare, el alma que es todas las cosas, empeñada en construir, a imagen y semejanza de su alma, una ciudad en donde el Hombre pudiera al fin encontrar algo así como una auténtica morada (3). "

Ni qué decir tiene que esa ciudad simbólica, artificial, es también la “torre de marfil” de Sainte-Beuve, donde esconderse de las miserias de la cotidianeidad. Porque, a su modo, Coprovich cofirmaría la sentencia de Flaubert: La única forma de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua. O la de María Zambrano: La palabra es la imagen del hombre resurrecto. Volveremos sobre el tema.

(1) John Berger, Mirar, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2001.
(2) Jean-Didier Vincent , Biología de las pasiones, Anagrama, Barcelona, 1988.
(3) Eugenio Trías, El artista y la ciudad, Anagrama, Barcelona, 1983.

0 comentarios